Esta semana hablé un buen rato con decenas de chicas que actúan como supervisoras en la empresa para la cual trabajamos. Forman parte de un programa de formación gerencial orientado a mujeres que he diseñado e impulsado desde hace algún tiempo, para potenciar su impacto en el desempeño de la organización y, en la medida de lo posible, también para facilitar su desarrollo profesional con oportunidades similares a las de sus pares varones.

Uno de los temas que conversé con ellas fue el de la maternidad. Quizá para algunas fui un poco dura con las cosas que dije, pero tengo como expectativa que ese mensaje contribuya, al menos en algunas, a reenfocar el asunto de la maternidad en sus vidas y a facilitar las interacciones de comunicación y planificación con su grupo familiar — con su pareja y también con padres, hermanos y relacionados para anticipar los apoyos que le permitan sostener su proyección de carrera.

Muy poco tiempo luego de graduarme de psicóloga, se me presentó la oportunidad de involucrarme en un proyecto fuera de la ciudad en la que nací y en la que aún vivía con mis padres y hermanos. Asumí el reto de llegar a una ciudad que no conocía, a 700 km de mi casa y, casi sin darme cuenta, inicié allí una nueva vida. Tuve mucho apoyo de mi madre y mi padre desde la distancia, pero sin ese soporte directo que hace de las familias en Venezuela una suerte de “sistema matriarcal de crianza en tres generaciones”. También sin los sitios que me servían de referencia y sin mis principales relacionados.

Poco tiempo después me casé y tuve mi primera hija. Tenía 26 años y, para ese entonces, trabajaba en la misma comunidad terapéutica que provocó este viaje, en la que atendíamos adultos con graves problemas de consumo de drogas. El trabajo era muy interesante y motivador para mí, pero también muy exigente en dedicación y responsabilidades.

Mi jefe, uno de los profesionales que más he admirado y aún admiro, no recibió con beneplácito la noticia de mi embarazo y cuestionó que yo hubiese tomado esa decisión en medio de todos los retos de gestión que enfrentábamos en aquel momento. Yo misma viví una gran variedad de sensaciones, más allá del vaivén hormonal de los embarazos y sufrí confusiones y dudas con respecto a mi futuro profesional.

Nunca me planteé como objetivo de vida ser madre. No me molestaba la idea y, tanto en aquel entonces como ahora, pienso que tener a mis dos hijos fue y es, probablemente, una de las fuentes de satisfacción y realización más importantes en mi vida. Pero nunca creí que ser madre tenía que suponer una renuncia a mis intereses y proyectos. Lo veía más bien como un proceso fluido, en el que las necesidades de esas personas que crecían en torno a mí, debían encontrarme siempre presta y solidaria para darles soporte, para ofrecerles cuidado y amor. Pero también un proceso en el que los límites entre ellos y yo, como seres autónomos y destinados a ser independientes, debían ser establecidos también con naturalidad.

Mi matrimonio naufragó poco tiempo después de nacer mi segundo hijo y eso complicó aún más todo en cuanto a responsabilidades y tiempo, pero jamás dudé que mi espacio y mi agenda debían priorizar adecuadamente las cosas para ofrecerle a mis hijos tiempo de calidad y no ceder ante los estereotipos de madre permanentemente presente en las cotidianidades de sus crías.

Hoy observo los rostros de las chicas que trabajan en mi organización y veo los temores y dudas típicos de su edad y los retos personales, familiares y comunitarios que enfrentan, pero también observo, al menos en muchas de ellas, la naturalidad con la que asumen que la maternidad tan deseada, es al mismo tiempo una forma de “renuncia” más o menos obvia, más o menos voluntaria, a los retos de su carrera profesional.

Esto lo observo en dos o tres situaciones que distorsionan, desde mi punto de vista, el hecho social de la maternidad en el ámbito corporativo, más allá de la carga de discriminación que ya puede estar presente en las prácticas sociales de la dirección y gerencia en las organizaciones. Me refiero a distorsiones derivadas de la misma mujer en su desarrollo de carrera, especialmente las jóvenes en proceso de profesionalización que, en el caso de supervisores y gerentes, suelen ser todas:

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Salir embarazada tiene pocas diferencias con respecto a planificar el embarazo en términos de carrera. Impondrá inevitablemente límites a mi crecimiento competitivo –por ejemplo con respecto a compañeros varones- porque al salir embarazada NO puedo hacer las mismas cosas, NI TAMPOCO cuando tenga a mis bebés muy pequeños. Es inevitable. No voy a poder competir con las facilidades y libertades de las que dispone un hombre.

Salir embarazada es bueno, no solo por razones naturales y familiares obvias. Es bueno también porque te permite estar en tu casa, sin tener que trabajar, dedicada a lo mejor que puede hacer una mujer, criar una familia.

Salir embarazada te separa de tu trabajo y luego volverás y seguirás trabajando y sufriendo,  intentando abrir espacios para poder estar con tus hijos.

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Puede haber otras, pero estas tres distorsiones las observo como parte de la normalidad en el planteamiento de carrera de chicas bien formadas en términos académicos, con capacidades y destrezas similares o mejores a las de sus pares varones que, por otro lado, parecieran máquinas bien aceitadas para abordar cualquier reto sin grandes limitaciones derivadas de la paternidad.

Concebir un embarazo como parte de un proceso que acompaña nuestro crecimiento personal y profesional y no como una condena para unas y ajeno para otros, es parte de las cosas que debemos contribuir a cambiar entre todos, desde el espacio de pareja, el familiar, el comunitario, el laboral, el empresarial, el de país. Es parte de lo que nos motiva a ayudar desde FEMINISMO INC.