Mucho se ha escrito desde la cadena televisiva del viernes 17, cuando se hicieron los anuncios de ajustes que el gobierno contemplaba.

Si bien al concretarse las medidas específicas surgieron preocupantes dudas en cuanto a la capacidad o voluntad gubernamental de ejecutar un ajuste de tamaña envergadura, los anuncios de bulto eran, por decirlo coloquialmente, de librito: Anclaje y liberación cambiaria; eliminación de la emisión monetaria como forma de financiamiento y una meta a largo plazo de déficit cero; gasolina a precios internacionales y servicios públicos a su costo de operación; fijación del precio de arranque del Bolívar Soberano a la cotización de ese día del indicador de mercado paralelo; un salario mínimo en unos 30 dólares con compensación temporal a las empresas y subsidios a la población, etc.,etc.

De todas, sin embargo, solo a una en particular nos quisiéramos referir en este momento. Y tiene que ver con que ya se aprecia que una cosa es el enunciado, y otra la implementación.

La libertad cambiaria que se hace presente desde el “Viernes Negro” (18 de febrero de 1983) hasta el Viernes Rojo, si se quiere, ha sido constantemente intervenida por los sucesivos gobiernos. Y lo han hecho bien sea por controles cambiarios o intentos voluntariosos de liberar, pero, a la vez, también han sido la de “subvaluar” la moneda para favorecer determinadas actividades económicas, o la supervivencia de elefantes blancos estatales.

Esa obsesión de los políticos, de los burócratas y de un buen número de economistas por controlar la vida de las gentes, es lo que les impide creer en que el comportamiento racional de los ciudadanos es lo que mejor está alineado con la prosperidad y bienestar de la Nación. Decimos esto, porque los que así piensan, en efecto, quisieran liberar… pero siempre y cuando las tasas de interés sigan siendo reales negativas. Siendo esto así ¿quién en su sano juicio va a quemar sus ahorros en dólares, pesos colombianos o euros para colocarlos en bolívares?

Quisieran liberar, en fin, pero también poder seguir subsidiando el gasto social con impresión de dinero sin respaldo, mientras que a las empresas estatales perdidosas tampoco se les toca ni con el pétalo de una rosa.

Siendo esto así, es obvio que hasta el trabajador más humilde cuyo horizonte de ahorro de largo plazo es de apenas 30 días, sabrá que “no hay dólar caro”.

Entonces, quisieran liberar para que haya inversión, pero, eso sí, también y cuando haya la posibilidad de ponerle cortapisa a la repatriación de dividendos, al desarrollo de actividades empresariales que no están en su librito de prioridades, asimismo, a la libertad de fijar precios.

Quisieran liberar, en fin, pero que no haya reacomodo de los precios relativos que no les gusten.

Es por ese motivo por el que vimos con preocupación que, a paso de morrocoy, primero se despenalizaron las transacciones cambiarias del cambio paralelo, luego se dijo que las casas de cambio podían hacer transacciones de menudeo que solo captan remesas para gasto diarios. Y, finalmente, que a los bancos se les permita recibir dólares ¡pero no venderlos! En otras palabras, la inclinación predominante es, entonces, avanzar por el entramado de un corralito anunciado.

Ante esta realidad, es impensable no solo que los ahorristas se desprendan de sus dólares para fortalecer sus ahorros, sino también que los industriales y comerciantes, difícilmente, activarán las líneas de crédito comerciales en cuenta abierta que algún día tuvieron con sus proveedores tradicionales, para contribuir a fortalecer la balanza de pagos en cuenta corriente, así como la oferta de bienes.

El principal temor que alimenta esa posición tímida, es que no vaya a haber suficientes dólares para hacerle frente a la demanda. Si se crea confianza, esa demanda de dólares a la que le temen, no va a suscitarse, sino que, por el contrario, más bien habrá movimiento en la otra dirección de la cuenta de capital producto de inversiones y ahorros.

Lo cierto es que, si no hay libertad cambiaria, el Plan de Ajuste no pasará de ser otro plan heterodoxo. Mejor dicho, uno más de esos que han fracasado tanto en Venezuela, como en el resto de Latinoamérica.