Cuento “La rica del pueblo”, de Jaime Huertas Fernández

Al día siguiente comenzarían las festividades. Cada año escogían a un vecino para que las organizara y en esa ocasión decidieron que Vinicio Palma dirigiera la compleja labor. Él alegó reiteradas veces que se encontraba atareado, sin embargo, nadie aceptó su excusa. Desde que supo que no lograría evadir ese compromiso, hacía tres semanas, empleó su tiempo en buscar un argumento irrefutable con el cual pretendía convencer a la indeseada de que no acudiera.

Esa mañana había recibido, en la puerta de su casa, la desagradable visita de doña Benilda y otras bisabuelas, quienes reiteraron que no aceptarían la presencia de esa mujer. Amenazaron con tomarla por el moño y sacarla a patadas del pueblo si se atrevía a acercarse. Vinicio Palma miró los bastones de las siete ancianas y las imaginó propinándole bastonazos a la indeseada, como si fuera una piñata; seguramente las alentarían los vecinos, lo cual acabaría con la celebración. «¿Y no sería mejor así? ¿Es que realmente hay algo que celebrar?», pensó mientras tomaba café en la sala de su casa. Entonces recordó con remordimiento que él fue uno de los más entusiastas, el que convenció a los pocos que se negaron y el único que se mantuvo durante varios días visitando las casas, como un evangelizador, predicando la buena nueva.

Mañana celebrarían un aniversario más de «El gran viraje», como lo llamaron los dirigentes políticos que visitaron el pueblo, hacía cuatro años, con el propósito de invitarlos a participar en el nuevo sistema de producción. La mayoría aceptó inmediatamente, convencidos de que sus vidas se transformarían en lo que siempre habían soñado.

Oyó el saludo en la puerta ⸺que durante el día permanecía abierta, como en la mayoría de las casas del pueblo⸺. Había mandado llamar a Aquilino Calvo, quien organizó la fiesta del año pasado.

         —Saludos, paisano —le respondió Vinicio Palma antes de llegar a la puerta.

         —¿Apesadumbrado?

Vinicio Palma percibió un dejo de burla.

—Usted sabe más de esos asuntos que yo.

         —¡Ja! Creo saber para qué me mandó a llamar. Esta mañana vi a las abuelas salir de aquí. Cuando pasaron frente a mi casa corrí la cortina, ¡no fuera a ser que quisieran continuar el reclamo conmigo! Bastante tuve con aguantarlas el año pasado. Disculpe que no haya venido antes, pero ya comenzamos la recolección, y los muchachos y yo hemos estado todos los días en ese asunto. Menos mal que mañana hay fiesta… ¿Para qué soy bueno?

Caminaron hacia la parte de atrás de la casa; Vinicio Palma no quería interrupciones. Cogieron unos taburetes y se sentaron bajo la sombra de un árbol de mamón.

—Paisano, ¿qué puedo hacer? Ella es la rica del pueblo y quien pagó la fiesta —expuso con desazón Vinicio Palma.

 —¡Y la del año anterior también! ¡Y creo que la del próximo!

         —¿Usted cree que habrá fiesta el año que viene? Lo dudo. Todos estamos empobrecidos y para colmo le debemos dinero a la indeseada. Creo que, si volvemos a lo de antes, segurito inaugura un banco en las afueras del pueblo con todos los reales de nosotros.

         —¡Um! También lo creo. Estoy esperando que llamen a cabildo, ya no aguanto más. —Se acercó un poco y bajó la voz—. Esto no sirve.

         —Quería platicar con usted y que me dijera qué le dijo a esa mujer para que no asistiera.

         —Le dije que esa sería la última vez que le prohibirían venir, que el próximo año y, por supuesto, todos los demás sería bienvenida.

Vinicio Palma oyó unos gritos: ¡Apunte!… ¡Fuego!

         —No sé qué decirle, paisano. —Aquilino Calvo se alegró de no estar en los zapatos del amigo.

Los dos hombres permanecieron sentados uno frente al otro sin hablarse. Buscaban una solución.

II

La indeseada llegó al pueblo de la mano de Jacinta la Beoda, la mujer sin apellido, la limosnera que vivía en las afueras del pueblo, a unos trescientos metros de la última casa, un poco más allá del recodo. Nadie sabía con certeza si a la Rita, como la llamaban desde niña, la consiguió Jacinta en un bar de los pueblos cercanos o en alguno de los caminos que recorría semanalmente. Tampoco conocían los motivos que la llevaron a adoptarla. Pero sí sabían que las prematuras téticas de la Rita cambiaron la vida de la limosnera. Comenzó con uno de los hombres del pueblo, a la semana siguiente acudieron dos, y así fue aumentando la clientela. Todos los días, antes de llegar a sus casas desde los campos de siembra, algunos vecinos se detenían en la chabola de Jacinta.

La limosnera apenas disfrutó unos meses de los beneficios. Murió en la silla que situaba en la entrada de la chabola, con la palma de la mano derecha hacia arriba, esperando las ganancias del día, que la niña colocó con miramiento cuando comenzaba a anochecer. Al día siguiente, don Manrique Encarnación, quien gustaba visitarla temprano para evitar ponerse en fila en la parte de atrás de la chabola, encontró a la muchachita llorando a los pies de la anciana. Se acercó descubriéndose la cabeza y le expuso: «Si me das el dinero que tiene tu mamaíta en la mano, la entierro».

La niña, analfabeta y pobre, quedó sola en la ruinosa vivienda y continuó ejerciendo el oficio que le habían enseñado.

—Qué opina usted, paisano, si vamos los dos y le pedimos que aguante un año más —preguntó Vinicio Palma.

         —Paisano, ¿usted en verdad cree que la Rita es la misma niña tonta de hace trece años? No sabe usted que ella misma, apenitas se acababa de morir la vieja Jacinta, le pagó al maestro Benavides, con usted sabe que, para que le enseñara a leer, escribir, sumar y restar.

         —¡Y vaya que sabe sumar bien! ¡Ah!, ¡qué daño nos hizo esa gente!

         —¿De quién habla?

         —¡De los que inventaron esta zoquetada! —gritó Vinicio Palma, quien parecía regañarse a sí mismo.

Volvieron a quedarse callados. Vinicio Palma recordó el recibimiento alegre y bullicioso que les dieron a quienes por fin llegaban para ocuparse de los habitantes del pueblo. Durante dos días permanecieron escuchando la novedosa propuesta y la manera de ponerla en práctica. Al mes, tal cual se los habían prometido, dejaron en medio del pueblo unos toneles de pesticida, varios sacos de semillas, una cosechadora nueva y suficientes aperos para todos. El primer año la producción fue buena, nadie obtuvo beneficios; pero habían acordado que las ganancias no era lo importante, sino el nuevo sistema de producción: “El gran viraje”.

A partir del primer año, algunas mujeres del pueblo comenzaron a situar un mesón frente a la puerta de sus casas, en los que presentaban mercancía diversa, la cual intercambiaban con los vecinos; así lo habían recomendado quienes los visitaron.

Esa mañana, mientras Vinicio Palma intentaba conseguir una solución al problema que lo aquejaba, su mujer salió con un pequeño saco de café. Se dirigió despacio a la calle principal del pueblo, donde miró con interés los productos que había en los mesones, al tiempo que conversaba con sus vecinos. Cambió un poco de café por tomates, en otra casa escogió mangos, más adelante, pan. Continuó caminando hasta que llegó a la última casa, donde Luisa María confeccionaba unos manteles muy bonitos, que ya eran famosos en los pueblos vecinos. Las negociaciones comenzaban con la pregunta que les aconsejaron: «¿Trocamos, vecina?». Nadie aceptaba los billetes ni las monedas que emitía el Estado. Habían creado sus propios billetes, con los cuales compensaban cualquier diferencia en los valores de los productos. Así les habían explicado los expertos en economía que los visitaron. La Rita era la única que los aceptaba. Ella no asistió a las reuniones de los expertos, por consiguiente, no aprendió que los antiguos billetes representaban el pasado, y la idea innovadora consistía en crear todo nuevo, desechar lo viejo, sin importar que en el resto del país continuara circulando la moneda que ellos aprendieron a desdeñar. Al quedarse con todo el dinero en efectivo de los habitantes del pueblo, la Rita se vio en la necesidad de abrir su primera cuenta bancaria. Viajó al pueblo más desarrollado de la montañosa región, el único que disponía de un banco. No pensaba quedarse más de un día, pero debió permanecer por dos semanas, pues hubo de esperar a que el jefe civil le expidiera el documento de identidad ―en el que inventaron todos los datos, desde el apellido hasta la profesión: comerciante―. La Rita regresó con un niño, de unos seis años, a quien consiguió en la calle. Lo llamó Jacinto en honor a su madre; era quien le hacía los mandados al pueblo.

Una vez que la moneda de curso legal desapareció, la Rita comenzó a aceptar el pago en especie. Recibía tantos productos que a los dos meses la vivienda le quedó pequeña, el único espacio libre era el cuartito en el que recibía a sus clientes. Así que un día, temprano en la mañana, se dirigió a los pueblos vecinos a vender la mercancía sobrante. Los buenos resultados que obtuvo la indujeron a repetir la operación comercial dos veces a la semana. En un primer momento alquiló un burro, que cargaba con una montaña de costales; al poco tiempo dejó la tracción a sangre y arrendó una vieja camioneta. Con las ganancias construyó un pequeño almacén y reformó la casa. Los habitantes de los pueblos cercanos, los cuales no habían aceptado participar en el nuevo sistema de producción, comenzaron a acudir al nuevo negocio de la Rita, atraídos por los buenos precios.

Luego del quinto viaje en la destartalada camioneta, la Rita decidió retirarse del oficio que ejerció desde niña. No lo necesitaba. Su almacén gozaba de tal fama que todas las semanas recibía proveedores de pueblos lejanos. Mientras tanto, las malas cosechas, el desgano y la falta de repuestos para la cosechadora (que dejó de funcionar al poco tiempo de ponerla en marcha), llevaron a los vecinos del pueblo a conocer la verdadera cara de la miseria.

Un día, la Rita se despertó con la pujante idea de que el dinero la ayudaría a ser aceptada en la comunidad. Lo primero que hizo para ganarse el favor de los habitantes del pueblo fue visitar un domingo la capilla, antes de que el joven cura oficiara la misa, para preguntarle si le permitía asistir. El cura vio la oportunidad de agregar un feligrés más y muy contento le dijo que sí; pero, para evitar molestias, le pidió que asistiera bien cubierta, con la mejor ropa, y se quedara parada en la puerta. Así lo hizo durante un año; para el segundo, la Rita se fue acercando poco a poco al pequeño altar. Cada mes daba un paso imperceptible para que las mujeres no se quejaran. Por esos días se sentaba en la segunda fila, en el extremo del banco, con el niño Jacinto a su lado. Las mujeres la soportaban en silencio, principalmente porque el cura, cada vez que lo consideraba oportuno, predicaba sobre la tolerancia. Aun así, de vez en cuando se oía a media voz una queja, un susurro entre amigas.

         —¡Ahí está la Rita esa! —dijo una mañana la abuela Benilda.

         —¡La Rita, será la rica! —le contestó la vecina, interrumpiendo el rezo del rosario y sin levantar la cabeza.

III

Un día, el cura decidió que había llegado el momento de transformar la capilla en una iglesia modesta, así que convocó a los vecinos para saber cuánto podían aportar cada uno. Nadie tenía dinero para los materiales, y en los otros pueblos no aceptaban ni trueques ni los papelitos que Asunción Espina había mandado a hacer para sustituir los pesos. La Rita dio el dinero necesario y le dijo al joven cura que se olvidara de la palabra “modesta” e hicieran una iglesia respetable.

IV

La Rita estaba en la parte de atrás de la casa (donde había construido un galpón de doscientos metros), haciendo el inventario de todos los lunes, cuando el niño Jacinto se acercó a decirle que don Vinicio la requería.

         —Ya nadie me requiere, angelito, ahora me buscan.

         —La busca don Vinicio, mamaíta —rectificó el niño, quien no había crecido mucho para la edad que tenía.

 En la puerta de la casa vio a Vinicio Palma. El hombre llevaba puesto el sombrero ancho que lo caracterizaba. Se veía enfadado. Nunca había puesto un pie en esa casa. Vinicio Palma fue durante muchos años el cliente asiduo de una hermosa jovencita que trabajaba en una casa de tolerancia en un pueblo lejano. En esos tiempos se dedicaba a la artesanía, ganaba bastante dinero y lo derrochaba en juergas. Cuando se hallaba en los brazos de la muchacha se quedaba hasta tres días sin salir del cuarto. Siempre le llevaba obsequios. En varias ocasiones le ofreció sacarla de ese mundo clandestino, llevársela con él; pero esos sentimientos desaparecían cuando tomaba el camino de regreso, tenía una joven esposa que lo esperaba con dos criaturas, que todavía no cumplían la edad para ir a la escuela, y otro que llevaba en el vientre.

La Rita le sonrió amablemente, con un dejo de igualdad que él no hubiera permitido si no se encontrara en esa situación tan penosa.

 —Doña Rita —dijo, inclinando levemente la cabeza. Enseguida se descubrió.

         —Don Vinicio, ¿cómo está? Pase, por favor.

La mujer quedó impresionada por el tamaño del visitante, a quien siempre había visto a la distancia. Conservaba la espalda ancha, sus brazos eran vellosos y muy blancos; usaba un bigote pequeño, bien rasurado y tan canoso que casi no se le veía.

Pensó rechazar la amable invitación, pero la apariencia serena de la mujer, la casa grande y lujosa, y la niña que se acercaba con una bandeja de madera en la que había dos pequeñas tazas, lo hicieron cambiar de opinión. Apenas Vinicio Palma tomó asiento, la niña le ofreció una de las tazas de café. Estaba asombrado y perplejo, pues parecía que lo estuvieran esperando. Bebió un poco, miró hacia su derecha y creyó ver un espejismo: otra niña, igual a la que estaba frente a ellos, les preguntó desde la puerta de la sala si deseaban algo más.

         —¿Son sus hijas? —no pudo evitar la pregunta.

         —¡No, don Vinicio! A estas niñas las traje igual que a Jacinto, en una de mis idas al pueblo de Concepción, el mismo donde me consiguió a mí mamaíta Jacinta. Las conseguí pidiendo en la calle y, como no tenían familia, me las traje. Son gemelas.

         —Es usted muy caritativa —dijo distraído. El pueblo de Concepción, al cual no visitaba hacía muchos años, le traía buenos recuerdos.

 —No puedo hacer menos. La vida ha sido muy mala conmigo y muy buena a la vez, así que no quiero la parte mala para estos niños. Ya para eso sufrí yo; y como no podré tener hijos.

         No se atrevió a preguntar el porqué, aunque sintió un deseo irresistible de hacerlo. Siempre era conveniente conocer alguna noticia novedosa para comentarla con los vecinos en las tardes, cuando se reunían en la plaza.

         —Yo sé a qué vino, don Vinicio —aseveró lentamente, sin manifestar enfado—. El año pasado le tocó el difícil trabajo a don Aquilino. La diferencia fue que él no quiso entrar, quizá le traía buenos recuerdos… o remordimientos.

         Vinicio Palma sintió que el café le bajó por la garganta como una piedra volcánica.

         —Pues me evita con ese conocimiento suyo la bochornosa explicación. —Creyó que eso era todo, que nada más debían decirse.

         —Eso es cierto, pero tengo que decirle, aunque estoy segura que don Aquilino ya lo hizo, que el año pasado se me prometió que podía asistir como una vecina más, como una invitada a la celebración y, más aún todavía —hizo silencio antes de continuar—, como la anfitriona para la del próximo año. He contribuido mucho con este pueblo que no me quiere, he pagado casi toda la iglesia, arreglé la escuela, y aun así llegaron a prohibir que Jacintico asistiera; si no hubiera sido por la intermediación del padrecito, el niño estaría recibiendo clases aquí como lo tuve que hacer yo. Les he prestado dinero a muchas personas, he fiado en el almacén a casi todo el pueblo, y estoy en condiciones de seguir ayudando. Me atrevo a decir que la prosperidad del pueblo empieza aquí y seguirá hacia la calle por donde usted vino.

Vinicio Palma recordó el día en que Benilda y las otras bisabuelas se marcharon iracundas de su casa. Nuevamente se recriminó por no haber tenido el coraje para oponerse a organizar el evento. Prefirió ser intransigente con la Rita a sufrir nuevamente las quejas de las bisabuelas, las abuelas, las hijas, las nietas y de todos los hombres que habían pasado por la choza que ahí hubo, a la que despreciaban como si fuera la letrina del pueblo. Se armó de valor para no fallar en su propósito, para decirle con su moralidad intachable las razones definitivas e indiscutibles por las cuales era mejor que no asistiera a la fiesta, y para que jamás llegara a insinuar la impensable propuesta de ser designada la anfitriona del próximo año; esta última idea era más fácil de llevar a cabo, ya que pensaba proponer que regresaran al sistema de producción con el que habían nacido, el cual podía ser imperfecto y todo lo que quisieran argumentar, pero mejor a éste, que lo obligaba a negociar con una prostituta retirada.

Antes de continuar con sus argumentos, la Rita se inclinó para tomar la taza vacía que Vinicio Palma sostenía en la mano desde hacía rato, y la puso en la mesita que estaba al lado de ella. El movimiento hizo que de su escote saliera un camafeo, el cual quedó a la vista del visitante, y permaneció sobre la blusa turquesa de la dueña de la casa.

Vinicio Palma tuvo un sobresalto.

—¿¡De dónde sacó usted eso!? —dijo, señalando con el dedo índice al camafeo.

         —¡Ah!, esto era de mi madre, de mi verdadera mamá. De ella no recuerdo casi nada… Mamaíta Jacinta me dijo que con esto y un vestidito sucio fue con lo único que me consiguió.

La mujer se acercó sin levantarse de la silla, cogió delicadamente el camafeo y lo abrió despacio, como si fuera un acto protocolar. Vinicio Palma vio los dedos delgados y las uñas largas y esmeradamente pintadas. La cadena quedó suspendida como un puente de lianas y en uno de sus extremos se insinuaban unos senos voluminosos que ponían a prueba los botones de la blusa. Un perfume denso le impregnó los bigotes.

         —Aquí están la virgen de la Concepción y San José. ¡Aunque es un San José raro: nunca he visto a otro San José sin barba!

Vinicio Palma, luego de ver las fotografías pequeñas y borrosas, sintió que le venía un síncope. Respiró profundo, llenó de aire los viejos pulmones hasta sentir que le iban a estallar. Salió del aprieto que hubiera sido caer muerto en esa casa, pues todos dirían que nada decoroso lo llevó allá. Trató de levantarse, pero las piernas enervadas lo amarraron a la silla.

         —¿Se siente bien, don Vinicio? —La Rita se preocupó; el hombre había palidecido.

         —Sí, sí. No es nada. Cosas de la edad. Ya se me pasó.

         —Le voy a traer agua.

La Rita se levantó para ir a la cocina; él la tomó con fuerza por la muñeca. La mujer lo miró asustada. Vinicio Palma consiguió ponerse de pie, como un búfalo de río que logra salir airoso de una trampa de lodo.

         —No se preocupe. —La miró directo a los ojos. No hubo dudas—. Me marcho.

         —¡Pero no hemos terminado de hablar! ¡Quiero saber…!

         —La conversación terminó —dijo con sequedad mientras caminaba hacia la puerta—. Si el próximo año llegamos a celebrar algo, será el haber terminado con este maldito experimento. —Se caló el sombrero y se detuvo en el umbral—. Usted será siempre bienvenida a esta y a todas las fiestas que se hagan en el pueblo de ahora en adelante.

         —Pero ¡las demás mujeres del pueblo, los hombres…!

         —¿No me acaba de decir que la mayoría tiene deudas con usted? —le habló en voz alta, de espaldas: se negaba a verla.

         —Sí. Tengo un libro lleno con sus firmas en cada pedido.

         —Entonces, no se inquiete. Yo me encargo. Hasta mañana.

 La Rita quedó desconcertada. Desde la puerta lo vio alejarse despacio y lo siguió con la mirada hasta que cruzó el recodo.

Las niñas llegaron a la puerta y se recostaron de sus caderas; ella las abrazó. El niño Jacinto se paró delante de ellas mirando a su madre.

       —¿Qué pasó, mamaíta? ¿Quién era ese señor? —preguntó la niña que había llevado el café.

         —Un buen hombre —dijo pensativa—. Todavía hay gente buena en ese pueblo.

         —¿Y a qué vino? —preguntó el niño.

         —Vino a invitarnos a una fiesta —dijo satisfecha—. Mañana vamos los cuatro a celebrar.

         —¿Y qué celebramos, mamaíta? —preguntó una de las niñas.

         —Que la paz ha llegado al pueblo. Que ahora todos somos iguales.

La rica del pueblo® Jaime Huertas Fernández

Con información de QuéLeer