La mano del joven cura se detuvo apenas oyó el ruido en la puerta de su despacho. Levantó la cabeza y vio a la muchacha entrar de puntillas, tratando de no hacer ruido. La escena le recordó las películas policiacas que solía ver los sábados en la noche.
—¡Mi niña! ¿Qué haces aquí, a esta hora, con este clima tan despiadado? —El cura dejó de escribir―. Y así. ¿Dónde está tu abrigo?
―Padre, deseo hablar con usted ―dijo, con una vocecita infantil, mientras se acercaba al escritorio. Iba descalza y llevaba unas zapatillas en la mano izquierda.
―Pero qué es eso tan importante que debes decirme, para haber salido de tu casa a esta hora. ―El cura se puso de pie.
―No hable tan alto, por favor. Sabe a qué he venido. ―dijo, convencida de que en cualquier momento dejaría de disimular y la abrazaría con fuerza.
―Estefanía, ¿qué estás haciendo? ―Puso su largo índice debajo de la barbilla de la muchacha para levantarle la cabeza.
―Lo sabes. ―Dejó caer las zapatillas y apoyó las manos sobre los hombros del cura.
―No, no lo sé.
―Padre. Daniello. Sabemos que nos amamos. Tú me amas y yo a ti. ¿Cuántas veces hemos hablado de esto?
―El amor, del cual hemos hablado todos estos años, ha sido el de hermanos, el de un padre hacia una hija, el de dos personas que se unen para amar a Dios.
―Padre Daniello, estamos solos, no hay nadie en los pasillos. No estamos obligados a fingir más. No se avergüence. Haga como yo, que por fin logré vencer el miedo. Yo he visto cómo usted me observa cuando trabajamos juntos, sé que siente por mí algo más de lo que está diciendo. Lo sé. Si quiere no me lo diga nunca. Demuéstremelo. Yo le juro que no diré nada a nadie. Esto quedará entre nosotros dos. No es la primera vez que sucede, ni será la última. Sabe muy bien lo del padre Claudio con…
―Ya, ya, no sigas —dijo en voz baja.
―Ellos ahora viven felices. No le estoy pidiendo que deje los votos, sino que nos amemos, como usted sabe bien que hacen…
―¡Ya, no sigas! ―El joven cura aspiró sonoramente―. Aquí hay un malentendido.
―Daniello, ¿no me ves hermosa?
―Sí, pero…
―¿No me ves bella, encantadora, inteligente?, como tantas veces me has dicho. Recuerdas cuando tomaste mis manos, cuando me corté en el jardín y me curaste. Dijiste: «Qué manos tan bellas y suaves». Luego las besaste.
―¡Qué error he cometido! ―dijo en voz baja.
―No digas eso.
―No me has entendido, aquí ha habido un error. Y yo soy el culpable.
―¡No, Daniello! ―susurró antes de abrazarlo.
El cura también la abrazó y pudo sentir el cuerpo trémulo de la joven.
―¿Quieres un abrigo?
―No, tú me das calor ―dijo despacio, sin soltarlo.
―Bien. Vamos a conversar. Vamos a poner todo en orden. Déjame…
―No. ―Lo apretó con más fuerza.
Sintió que las manos del cura le sujetaban los brazos y la alejaban de él. Tuvo miedo de sufrir un vergonzoso fracaso. Necesitaba ayudarlo. Lo había tomado por sorpresa, fue muy brusca al exponer sus sentimientos; debió esperar a que él tomara la iniciativa. «Pero ¡qué iniciativa!, si llevaban años trabajando juntos y él pocas cosas había hecho», pensó. Él era joven e inexperto; ella era menor que él y tampoco tenía experiencia, aunque sí la determinación de llevar a cabo el deseo reprimido que tenía desde hacía meses.
―No digas nada. ―Levantó los talones y le susurró al oído―. Por favor, déjame ayudarte. No te muevas, sé cómo hacerlo. No digas nada, así tendrás tu conciencia tranquila. Siempre sabrás que cumpliste con tu compromiso, no fue tu culpa. Eres un santo. Ven, hagamos como si estuviéramos bailando.
Ella bajó hábilmente el cierre de su vestido largo, florido, ligero. El cura vio la caída de la prenda de vestir como si fuera un acontecimiento del cual dependiera su vida. La joven lo volvió a abrazar, su cuello fue doblándose hacia atrás hasta que su cara quedó casi paralela al techo para poder mirarlo a los ojos. Él puso las manos sobre los hombros menudos, estiró los brazos para apartarla. Ella, avergonzada por su atrevimiento, creyó que lo hacía para deleitarse y, aunque llegó por un momento a sentirse incómoda, se mantuvo quieta para dejarlo hacer a placer; no obstante, debió bajar la cabeza. Hubiera preferido que apagara la luz, que estuvieran ocultos bajo una sábana.
Él bajó lentamente la mirada, vio las piernas delgadas, muy blancas y la mancha hirsuta que parecía una felpa, para cubrir su vergüenza. Ella vio los labios carnosos un poco abiertos y supo que no se había equivocado. El cura, antes de tomar el vestido e intentar ponérselo, pidió a Dios su ayuda. Ella se lo arrebató y lo arrojó al suelo; seguidamente, con la agilidad de un simio, lo lanzó con el pie hacia la pared.
―No debes temer. Te juro por mi vida que nadie sabrá esto. —Comenzaba a notarse un desespero en su voz filiforme.
La miró con ternura: era una joven hermosa que él alguna vez soñó vestida de monja, mostrando su rostro inmaculado a Dios, rezando junto a ellos en la iglesia, ayudando con su sonrisa a los pobres.
―Vístete, bella niña.
―Padre Daniello, ¿por qué no amarnos? —le habló como si fuera una niña de seis años, quien, en una estación de autobuses, le pregunta a la madre por qué la abandona.
―Mi niña hermosa. Nos amamos, nos amamos a través de Dios y de la palabra…
―¡Padre, no siga evadiéndome! ―lo interrumpió―. Usted sabe qué quiero decir. —Estaba ceñosa—. Tenemos años conociéndonos, hablando, compartiendo, ¡hasta hemos bailado juntos! ¿Se acuerda? Yo le enseñé esos pasos en la fiesta donde recaudamos dinero para las hermanas de la Montaña de Dios. Soy su compañera de baile en las fiestas que hacen nuestros vecinos y —nuevamente volvió la razón y la hizo bajar la cabeza— desde entonces he sentido que sus manos me toman con deseo, que me sujetan con fuerza y me unen a usted. Hemos sido muy buenos amigos. Me he confesado semanalmente con usted desde que llegó aquí. Sé que usted está tan enamorado de mí como yo de usted. Si en verdad no me quiere, ¿por qué caminamos por los campos, cuando nadie nos ve, tomados de la mano? ―le dijo.
El cura sonrió mientras negaba con la cabeza. La tomó de la mano y la llevó al sofá que estaba al lado de la puerta. Ella lo volvió a abrazar y permanecieron de pie.
―Veo en sus ojos el deseo ―dijo ella, casi suplicando.
―Tienes razón.
―¡Entonces! ―Sintió un rocío.
―Mi hermosa niña, mi deseo no tiene nada que ver con lo que tú piensas. ―Nunca imaginó que una situación semejante llegaría a suceder; era una catástrofe.
―Usted no sabe lo mal que me siento al estar así. Sé que en este momento debo parecerle un ser muy bajo; pero todo esto lo hago por amor a usted. No deberíamos perder el tiempo.
―Eso es lo que nos sobra ―dijo sonriendo―. Vístete y conversamos. Ven, siéntate en el sofá.
―Padre, si quiere conversar conmigo, tome esa silla y siéntese frente a mí —dijo y en seguida se dejó caer sobre el sofá. A veces quería ser atrevida, pero pasados unos segundos deseaba no haber creído que tenía el mejor plan para que el joven cura, finalmente, se decidiera a revelarle la verdad: «que la deseaba tanto como ella a él».
Él hizo lo que la muchacha le pidió. Al levantar la cabeza, la vio recostada del respaldar, había extendido una pierna hacia uno de los brazos del sofá y encogió la otra, llevando la rodilla al pecho para tapar uno de los senos largos y flexos; el pie pequeño cubría su sexo. Él chasqueó, estaba dolido porque veía el instinto salvaje que sólo el demonio puede poner en una persona, para transformarla en un animal. El demonio le quitó la conciencia, la incapacitó para que no viera lo grotesca de la situación, y la llevó a pensar que él iba a romper un compromiso moral, religioso y de por vida, porque ella era irresistiblemente hermosa. Recordó algunas historias de la Edad Media, en las que el diablo se transformaba en una bella mujer para someter a los monjes, para hacerlos perder la razón, y así cayeran en tentación. Entonces, logrado su propósito, llamaba a Dios y le decía con sorna: «Ahí está tu siervo».
―Súcubo ―murmuró, estremecido.
―¿Qué dijo, padre?
―Nada. ―Bajó la cabeza.
Agradeció a Dios por la prueba que le estaba enviando, y se sintió muy feliz. No había una hermosa mujer desnuda frente a él, sino una joven que necesitaba ayuda. La primera prueba la había superado con éxito, pero, cuidado, no debía vanagloriarse; aunque no era improcedente reconocerlo. «¡Gracias, Dios mío!», pensó. Miró con detenimiento el pezón rosado, parecido a un florón, donde imaginó una hermosa criatura bebiendo la leche divina; el vientre hospitalario que Dios creó para que sus hijos se formaran, y el pie pequeño ―que envalentonado se había convertido en un extraño cerbero de cinco cabezas―. «Qué extraordinario ser ha creado Dios.
―Qué maravillosa es la mujer, qué extraordinaria. ¡Qué grande es Dios! ―dijo el cura en voz baja.
Ella estaba convencida de que él la tomaría luego de tanto mirarla. No tenía duda de que su inexperiencia lo detenía. Lo vio arrugar la frente como señal del último esfuerzo para no entregarse. Ella se levantó lentamente y apoyó una mano en el hombro del cura.
―No, Estefanía, no sigas. ―Retiró despacio la mano, sin hacer fuerza, sin hacerle daño―. Podemos amarnos de muchas maneras, pero no de esta. Tengo un compromiso. Hice un juramento y te habrás dado cuenta de que lo cumplo. Si entiendes lo que te acabo de decir, entiende entonces que te amo como un padre ama a una hija, igual que amo a todas las mujeres. ¡No me llaman por eso padre! ―Le mostró una sonrisa.
Ella sintió un sofoco momentáneo ―signo de su error y definitivo fracaso―. Abrazó con fuerza al cura, como si estuvieran al borde de un precipicio y sus pies ya no tocaran tierra.
―Padre, estoy avergonzada, pero no arrepentida.
―Y yo, agradecido. No sabes cuánto ―apenas terminó de hablar, tuvo el primer indicio de que algo muy grave estaba por ocurrir.
El cura recogió el vestido para entregárselo. Ella se vistió rápidamente. Antes de que se subiera el cierre, él la detuvo.
―Vamos, déjame ayudarte, por favor. ―Le subió lentamente el cierre, el cual lanzó un chirrido bajo, y abrochó el único botón. El joven cura la abrazó por detrás—. ¡Estás helada! ―dijo cerca del pequeño oído de la joven y con la angustia de que en minutos sería derrotado.
―Padre, me quiero morir. ―La muchacha comenzó a llorar―. No hice esto como si fuera una golfa, sino para…
―No sigas. Aquí lo único que ha habido es una confesión ―el cura pensó un poco―, que, en vez de hacerse con palabras, se hizo con un acto, digamos, muy hermoso. —Caminó hacia el escritorio, cogió las zapatillas y regresó para ponérselas.
―Lo dice para tranquilizarme, para que no me sienta mal, para que no me vuelva loca…
―Lo digo porque es una confesión que me has hecho, y ahora tu penitencia es irte a tu casa y descansar. No tienes que pedirme perdón, ha sido un acto sincero, de verdadero amor ―dijo sonriendo, mostrando una paz que no sentía, porque era inevitable la desgracia que estaba por ocurrir.
Terminó de calzarle las zapatillas, acarició los tobillos de mármol y se irguió. La tomó por los hombros para mirarla a los ojos. Esperó a que ella levantara la vista para mostrarle una sonrisa.
—Vete a tu casa. Dios te acompaña. —Le dio un ósculo en la frente.
La muchacha salió en silencio. Pensaba que no había estado con un hombre. «¿Y si el padre Daniello es realmente un santo?, como dicen las mujeres que van a su misa». Salió del convento sin que nadie se diera cuenta. Corrió a su casa, el bochorno la protegía del punzante frío de la montaña y mil voces la seguían en la oscuridad.
El joven cura intentó terminar de escribir la misiva, pero no pudo. El temor por lo que seguía pensando desde que la muchacha salió de su oficina, la contrición que no siguió inmediatamente, y la falta de control sobre sus sentimientos, se lo impedían. Decidió irse sin demora al altar. Caminó rápidamente por los pasillos estrechos y desnudos mientras pronunciaba a media voz oraciones jaculatorias. Necesitaba arrodillarse ante todas las imágenes afligidas que cubrían las paredes, las escondidas en las hornacinas, la gigantesca crucifixión colgada detrás del altar y las talladas en el púlpito para rezar con pasión. Su conciencia le exigía que pidiera, que suplicara mil veces, el perdón de Dios. Decidió prosternarse en medio del lóbrego pasillo y confesar en silencio. Levantó la cabeza y miró atormentado las paredes: la Virgen cargaba al niño, una gruesa lágrima no terminaba de caer de su mejilla ruborizada; San Judas, con la cabeza ladeada, la boca un poco abierta, le advertía algo; le pareció que todos los santos tonsurados tenían las cejas levantadas y permanecían a la expectativa; Jesús posaba su vista en el suelo, no quería ver lo que se avecinaba. El cura dobló la cerviz y continuó rezando para pedir perdón, porque no lograba quitarse de la cabeza la vanagloria, no podía ocultar lo ahogadamente feliz que estaba por no haber sentido absolutamente nada de ese mal que somete a los hombres débiles, por los cuales sentía ahora, en vez de compasión, menosprecio. No dejaba de pensar en lo cercano que estaba de Cristo. Era igual a él. «¡Soy él! ¿Soy él? Soy igual a Cristo. Soy Cristo», pensó. Se sentía elevado, veía como seres inferiores al vicario, al cardenal que ayer estuvo de visita, a los obispos que por allí habían pasado, a sus profesores, a los dos sacerdotes que vivían con él, e incluso a los hombres del Vaticano. «¡Yo debería estar allá!», pensó varias veces, sin reprimirse. No hallaba la humildad que todo hombre seguidor de Jesús debe tener, que todo sacerdote necesita para servir a Dios, para ser digno de entrar en su Reino.
―¡Humildad, humildad, humildad! ―la llamaba inútilmente mientras lloraba, consciente de su fracaso.
Ahí, en esos pensamientos que lo atormentaban, en esa idea que cada vez se hacía más robusta, estaba el triunfo del demonio. No mandó a la chica para que se perdiera entre sus brazos, sino para que naciera en él esa idea imposible de superar. Una trampa perfecta. Sí, ahí estaba su caída.
La caída del padre Daniello ® Jaime Huertas Fernández
Con información de Qué Leer
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