El hombre es el único animal que tropieza infinitamente con la misma piedra. Así pudiera reformularse el lugar común que recuerda la tendencia humana a cometer los mismos errores ante circunstancias similares, en ocasión del anuncio del llamado Plan 50.
Los economistas se equivocan muchas veces, pero hay dos cosas en la que su récord es impecable: los controles de cambios siempre generan corrupción, y los controles de precios, escasez. Y aquí estamos ahora, transitando una hiperinflación demoledora, con un gobierno cuya única ocurrencia es apretar las clavijas de unos controles que, de implementarse, lograrán disminuir la oferta de productos con la misma velocidad con la que suben los precios: una receta para la aceleración del colapso. Quizás el hombre sea el único animal que a veces, en lugar de evitarlas, se lanza sobre las piedras.
Hubo un tiempo en el que escribí mucho sobre los controles de precios y sus consecuencias. Dejé de hacerlo porque me estaba repitiendo y preferí abordar otros temas. Sin embargo, la pretensión de tratar de detener una hiperinflación sin un plan de estabilización y con controles de precios, me lleva a rescatar dos anécdotas, con la esperanza de que haya millenials que no las conozcan, pues eran niños cuando se estableció el sistema de control aún vigente. Aquí les dejo esas dos historias.
Los griegos
En los tiempos en que Sócrates deambulaba por las plazas de Atenas haciendo preguntas a sus conciudadanos, la alimentación de los griegos dependía de las importaciones de trigo. Cambios bruscos en las condiciones climáticas disparaban los precios del cereal hasta el Olimpo y en las calles de Atenas se escuchaban las quejas, cada vez más ruidosas, sobre lo costosa que se ponía la vida. Ante el fenómeno inflacionario de los alimentos en Atenas —y las demandas del pueblo—, las autoridades decidieron tomar cartas en el asunto: el gobierno ateniense estableció el primer control de precios conocido en Occidente. Ningún comerciante podía vender el trigo a un precio superior al fijado por las autoridades. Aquella noche, luego de emitir el decreto, los gobernantes durmieron tranquilos convencidos de que habían solucionado el problema del precio de los alimentos.
No fue difícil para los griegos, observadores por naturaleza, notar que los comerciantes continuaron vendiendo el trigo a un precio superior al establecido por las autoridades. El escándalo fue mayúsculo, así que el gobierno no toleró la “burla” de los comerciantes y decidió profundizar la política: se conformó un ejército de inspectores de cereales (llamados Sitophylakes, el primer organismo de “protección al consumidor” de que se tenga memoria), el cual tenía como objetivo vigilar el estricto cumplimiento del control en los mercados atenienses.
De acuerdo con Aristóteles, la función de los inspectores era “observar que el precio al que se venden los cereales sea justo, que los molinos vendan las harinas a un precio proporcional al costo de los cereales, que los panaderos vendan el pan en proporción al precio del trigo, que el pan tenga el peso fijado por la regulación”.
Una vez creada la institución precursora de los organismos de protección al consumidor, se esperaba que el control de precios funcionara. Pero la realidad se contrapuso a las ilusiones de los reguladores. Atenas se debatía ante un dilema: enfrentar una escasez de cereales o permitir precios mayores que los regulados. En esa encrucijada, la ciudad-estado decidió endurecer su política en contra de los especuladores e instauró la pena de muerte para los comerciantes que violaran el control de precios: vender a un precio mayor al regulado se pagaba con sangre en las calles de Atenas.
A pesar de las muertes “ejemplarizantes”, el dilema continuó intacto: o había escasez o los productos se vendían a un precio mayor. Pronto las autoridades griegas pensaron que el incumplimiento del control era causado por la ineficiencia y la corrupción de los inspectores. En consecuencia, procedieron a establecer pena de muerte para los empleados públicos encargados de la supervisión de la política. En caso de que se encontraran violaciones al control de precios en la jurisdicción que les correspondía supervisar, ya no sólo sería ejecutado el comerciante sino también el inspector encargado de vigilar el cumplimiento del control.
El control de precios ateniense fracasó, aún cuando el solo intento costó la vida de muchas personas. Los griegos tuvieron que reconocer que una cosa es el precio del producto que aparece impreso en una resolución y otra su valor, determinado por la oferta y la demanda.
Mugabe
Imagine una economía en la que los precios se duplican diariamente. A ese endemoniado ritmo endemoniado porque sólo el demonio podría crear algo así; el demonio de la mala política económica llegó a crecer la inflación en Zimbabwe. La cifra oficial durante el 2008 alcanzó la ilegible cifra de doscientos treinta y un millón por ciento anual (231.000.000.000%). El dinero no valía nada y los ciudadanos de Zimbabwe sobrevivían en medio de uno de los fenómenos económicos más temidos: la hiperinflación. Pero regresemos la película de Zimbabwe ocho años y vayamos hasta el 2000.
Desde principios del 2000, Zimbabwe sufría las consecuencias de la desinversión que implicó la confiscación de las tierras de los hacendados blancos y de una política monetaria expansiva financiada por el Banco Central. Los precios comenzaron a subir, al principio con cierta timidez, alcanzando para el año 2000 un 54%. Cinco años después, los precios crecían a un 585,4% anual y ya para el 2006 los precios rompieron la barrera de los mil (1.281%).
Robert Mugabe, como los antiguos griegos, se enfrentó a un dilema y sin aprender de aquella experiencia— decidió perseguir a los comerciantes culpándolos del proceso inflacionario. En diciembre de 2006, Burombo Mudumo y Lemmy Chikomo, de Lobels Bakery, fueron sentenciados a cuatro meses de prisión por vender el pan por encima de los precios regulados. El magistrado que dictó sentencia dijo, con impecable lógica ateniense, que “el encarcelamiento debería servir de advertencia a otros potenciales violadores de la Ley”.
Los panaderos, ahora presos, argumentaron en su defensa que habían enviado cartas a los ministerios encargados de la regulación de precios advirtiéndoles que si vendían a los precios establecidos precios que no habían sido modificados durante un largo tiempo— se verían obligados a parar la producción. Nunca recibieron respuesta y, ante el dilema, decidieron producir y vender. No creían que serían castigados con la pérdida de su libertad, pero entre rejas se vieron.
Los precios aceleraron su ascenso, así que Mugabe decidió tomar cartas en el asunto y decidió prohibir la inflación. Sí, leyó bien: prohibir la inflación, ilegalizarla. Emitió un decreto que obligaba a disminuir de forma inmediata en un cincuenta por ciento (50%) todos los precios de la economía y, luego de esa extraordinaria reducción de precios, nadie podría subirlos nuevamente.
La política de Mugabe tuvo consecuencias inmediatas: en solo un fin de semana los consumidores agotaron todas las existencias de alimentos y electrodomésticos. En la mañana del lunes los comercios amanecieron vacíos y unos cuantos comerciantes despertaron tras las rejas por presunta especulación y acaparamiento. A partir de ese momento era prácticamente imposible conseguir carne, sal, azúcar, pan, leche o aceite.
Los economistas desistieron de la idea de medir la inflación por una razón: los precios eran irrelevantes pues no había productos. Solo la aceptación del uso de moneda extranjera pudo detener la hiperinflación en Zimbabwe. Nunca un problema ha sido resuelto atacando sus consecuencias y no sus causas.
Créditos: Prodavinci
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